el éxito o el fracaso, a fin de cuentas, no dependían de mí. Había leído esos versículos muchas veces, pero en realidad, nunca los había aplicado a mi ministerio. Aunque sí podía sabotear mi ministerio, y asegurar con ello el fracaso del mismo, no podía hacer nada para garantizar la victoria, porque eso estaba fuera de mi control. Mi tarea consistía simplemente en preparar el caballo para la batalla del mejor modo posible. La tarea de Dios, en cambio, era decidir quién ganaría y quien perdería esa