Es aquí donde Dios comienza en realidad su aplicación de la salvación a sus elegidos. Dios nos salva del placer o amor al pecado antes de librarnos de la pena o castigo del pecado. Ha de ser necesariamente así, pues no sería un acto ni de santidad ni de justicia si él concediese pleno perdón a uno que fuera aún rebelde hacia él, amando lo que él aborrece. Dios es completamente un Dios de orden, y nada hay que evidencie más la perfección de sus obras que el orden
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